Las Yungas es el nombre con el
que se conoce a las selvas de altura. Partí rumbo a esos nuevos aires sin saber
de su existencia pero cuando los descubrí entendí que aquel era mi lugar. Fueron
dos días de árboles luchando por rozar las nubes, de ríos apostando a que te
caerías en ellos y del silencio más atronador. Caminar era retar a tus rodillas
a no romperse, a tus rozaduras a aguantar a la verita de las ampollas. Todo por
llegar a una casita en medio de otro paraíso. Un paraíso de naranjas, ovejas, lianas
y unos cuantos macutos. Era tan irreal que lo último en lo que pensabas era en
volver.
Pero allí estábamos. Vacunando a
todo un rebaño, desnudos en ríos andinos en pleno soleado invierno andino y
haciendo que Pocahontas y Tarzán no fueran nadie. Recuerdo la noche. Recuerdo tirarme
con un aislante y una buena compañía a ver estrellas del otro hemisferio con la banda sonora que
tocaba aquella noche, sonata de monos, aves y lianas. Recuerdo que la
tranquilidad era lo único que nos quedaba por hacer. Y la teníamos, teníamos
toda la que ahora nos falta en este lado del continente. Recuerdo hablar sobre
todo y sobre nada. Sobre futuros lejanos planes que ahora son el presente. Aquellas
estrellas eran distintas, nos hacían distintos.
Pero distinta era la dueña de
aquel paraíso, Luisa. Luisa tiene una vida en una ciudad de algún lado de Argentina,
con marido, hijos y nietos. Pero sigue cruzando esos ríos y adentrándose en las
Yugas porque le gusta. Hablé con ella como pude e intenté aprender de ella. Pero
no me dijo nada sorprendente. Excepto que no quería irse de allí. Que ella con
su cocina de fuego destroza-ojos, sus ovejitas, gallinas, maíces y tortas era
feliz. Y al principio dudé, al igual que sus hijos, que insisten en que sus más
de 60 años pesaban para era solitaria vida. Luego la envidié. Envidié tener
tiempo para sentarse a mirar árboles de helecho, para cocinar lo más sencillo
del mundo y hacerlo delicioso. Envidié ser parte de los Andes. O de cualquier
otro monte en cualquier otro lugar. Luisa tenía y tiene un terreno, un rebaño,
unas gallinas y una casa de madera en pleno paraíso, primera línea de monos y
felinos. Luisa tiene mi sueño, y pertenece a la clase más modesta de la
sociedad argentina. Luisa pertenece a la clase privilegiada y que les jodan a
los ricos occidentales.
Me volví con la sensación de que
aquellos tres días se me habían ido, que aquella noche no volvería, pero con la
certeza de querer llevar mi propia Yunga en mi corazón. Querer amar cada árbol
milenario, cada hoja de tamaño insospechado, cada piedra de los angostos
caminos que dejábamos atrás, cada segundo de aquella banda sonora, cada gota de agua pura y fría, siempre fría. Cada pedacito de tranquilidad respetuosa con la
Madre Tierra.
Me volví entendiendo que somos la naturaleza, no la civilización.
Gracias dueño de aquel aislante, gracias por esas estrellas.
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