Cada vez que pensaba en él
recordaba la enorme sonrisa que se le dibujaba cada vez que se reía. Él tenía
el don de hacerse reír a sí mismo, y la pureza de aquella sonrisa era tan
contagiosa que uno no podía evitar reírse con tan sólo mirarle. Sin duda
aquella inmensa sonrisa era lo más característico de ese rostro de tipo duro
que acostumbraba a posar, pero, por el contrario, era el gesto más autentico
que ella había visto en su vida. Hay sonrisas que salen del fondo del alma y que
dejan ecos de alegría vagabundeando entre los recuerdos. Son ecos de luz que
brillan a cada paso que daba por su torpe vida apenas empezada. Cada vez que dudaba de su amor por él recordaba una
frase que se clavó en el corazón tiempo atrás: “Me gusta reírme, pero cada vez
que hago el tonto lo hago especialmente para hacerte reír a ti y así verte
feliz; porque lo único a lo que verdaderamente aspiro al estar contigo es a verte
disfrutar cada uno de los segundos que pasas a mi lado”.
Ella seguía sin creer aquello de
que alguien se empeñara en querer hacerla feliz, que alguien quisiera seguir a
su lado. El invierno había sido malo y las lágrimas abundantes. La primavera
llegó con tormentas fuera de temporada y la pilló sin paraguas. Fue ya cerca
del verano cuando pudo secarse las lágrimas y comenzar a desplegar las alas aun
humedecidas de tanto temporal, pero para entonces ya era demasiado tarde. Ya
había perdido un año, ya había gastado los pocos momentos juntos y ya tocaba
despedirse de nuevo. Apenas unos días juntos sin problemas pasaron casi
desapercibidos de no ser por esas fotos que grababan todos los instantes de
emociones sinceras.
Tocaba despedirse en un
reluciente día de sol, dispuesto a calentar el frío que sentía al verle marchar
pero insuficiente para un vacío tan grande. Decir “te quiero” resultaba
superfluo y decir “te amo” demasiado extravagante. Ella acostumbraba a decir “no
quiero palabras, sino hechos”. Los hechos de ese año marcado por los hospitales
hablaban por sí solos. Él no había dudado en acompañarla al hospital ni un solo día ni en preguntar cada dos por
tres a aquel fisioterapeuta cómo evolucionaba. Él había pasado horas calmando
lágrima: “mi pequeña llorona” era un buen mote para aquella sobrecogedora situación. Ella era la obsesión de aquel tipo duro y ella tenía la fortuna de saberlo. Ella era todo lo que él quería y cada vez que le preguntaba: ¿Qué
quieres que te regale? Él no dudaba en responder “tu amor”…La respuesta solía cogerla por sorpresa, pero más se sorprendía él cuando ella con toda seguridad contraatacaba: ”pero si eso ya lo
tienes”… y así comenzaba de nuevo el ciclo.