Relatos de lo excepcionalmente cotidiano

¿Y si tuviéramos marcos de interpretación de la realidad distintos?

sábado, 17 de octubre de 2015

El año de mi vida. Essex

Le perdí a él. Le perdí porque sí, porque cuando la madurez no alcanza no hay solución. Y eso que pensamos en ponerle remedio. Pero el orgullo decidió que era bueno aliarse la falta de sensatez. Y así seguí hundiéndome, en dos años de búsqueda de la nada. Nada era igual. Nada tenía el mismo sentido. Nadie tenía lo que él.

Pero debía seguir caminando. Sin saber que aún iba a perder un poco más, a otro gran hombre de mi vida. Y aún así no supe apartarme de su lado, al menos él sí estaba vivo. Tanto fue así que dos años más tarde, cuando el mayor esfuerzo que he hecho por nada nunca me mudó a mi nueva realidad, tuve que llamarle. Había conseguido salir de la apatía y me mudaba a otro país. Y lloraba por quién perdí hace dos años. Tenía miedo de que irme supusiera seguir perdiendo lo poco que me quedaba en España. Una falsa estabilidad.

Pero los aviones no esperan y aquí me hallo. Apartada de mi país y de mi pasado. Pero conmigo. Y he revivido. Soy la misma que era y más, soy lo que siempre quise ser. Estudiando y peleando lo que quiero. Consagro casi cada minuto de mi vida a los Derechos Humanos. Cada minuto a ser YO la que es feliz.

Vivo en lo que se ha convertido mi nuevo hogar, una residencia, una familia. Evidentemente los Herrera de la Hoz no se suplantan y me duelen a cada minuto, pero es un dolor necesario y soportable. Tengo nuevos amigos, nuevas relaciones. He tenido que descubrir nuevas formas de comunicarme, de acercarme, de ser cálida o fría. De entender los tiempos. He costado, ha sido divertido pero ha costado. No es momento para mentir. Tres semanas más tarde aún tengo que medir cuanto de mi carácter es bueno mostrar. Pero encuentro el apoyo que necesito. Y me llena.

Me comunico. Como puedo, como sé. Me doy contra la pared unas 500 veces al día porque me faltan las palabras y me sobran las ideas. Pero lo sigo intentando. Y cada vez es más fácil, más divertido. 20 años estudiando inglés y en tres semanas he aprendido todo lo que me dejé sin estudiar. Parece increíble el sobreesfuerzo que hace nuestro cerebro cuando nos es vital. El inglés es un muro, pero lo escalo a cada minuto y procuro divertirme con él. No sabéis la satisfacción que es ver crecer tus habilidades.

En mi lista de nuevas habilidades también está la de comer bien. Sobrevivo a Inglaterra y como toda la verdura que mami nunca consiguió hacerme comer. Aunque pagaría por traer a la abuela y que me cocinara cualquier cosa mientras charlo con ella. Pagaría una hipoteca porque Raquel desayunara otra vez en silencio conmigo cada mañana. Por las cañas barrieras con mis hombrecitos y darle calor a todas las cosas azucaradas que Salu conseguía que me comiera sin remordimientos. Ahora cojo la sartén y le doy la vuelta a la tortilla en el aire, y me rio sola y lo celebro cuando nadie me ve. Y mis macarrones saben a setas, verduras, no a tomate y salchichas. Y por supuesto domino el té y hablo con mis adorables escocés y turco de marcas de té. Y me río y me sonrío a cada nuevo pasito.

Me he hecho pequeña. Desde que estoy aquí juego a las cosas más tontas del mundo con mis vecinos mientras aprendo regionalismos y genero sentimientos. No he crecido, he decrecido para volver a empezar. Y soy un niño feliz y relajado que se emociona a cada instante. Me encantaría mandaros mi felicidad en sobres de té y que la saborearais. Por si fuera poco todo esto lo aderezo con unas vistas desde mi habitación que me pasman, una biblioteca que corta la respiración y un bosque alrededor de este micro mundo para correr y hacer todos los deportes del mundo. Porque obviamente me he apuntado a todo lo que he podido: atletismo, escalada, squash, hockey. Y Colchester es tan adorable que sólo pasear ya merece el esfuerzo de estos últimos meses. Prometo una gran biblioteca de fotos cuando recorra un par de ciudades más. Porque vivo a 40 minutos de Londres y a 20 minutos de otras ciudades que parecen igual de adorables. La semana que viene empiezo los viajes. Vivo en un paraíso, lluvioso y frío, pero mi paraíso. Y tengo una tarjeta de tren para empezar el viaje de mi vida y una cámara para no perder mi vena periodística.

Y finalmente el motivo de mi estancia aquí. Un LLM. Un máster de leyes. De legislación humanitaria y Derechos Humanos. Ley tras ley, convenio tras convenio, protocolo tras protocolo. Sorpresa tras sorpresa. Enfado tras enfado. Videos complicados de digerir, casos judiciales de una dureza y clarividencia brutales. Y camino encantada a cada clase. A sabiendas de lo que me cuesta entender y coger apuntes. Y no deseo otra cosa que el siguiente día, el siguiente reto, el siguiente coloquio, el siguiente artículo mal puesto en práctica. Me he quedado fuera de todos los concursos y proyectos porque mi inglés no está al nivel, pero sigo intentándolo. Tengo una energía que nunca me supe en mí. Y unas ganas de compromiso social, legal, humanitario que realmente pocos entienden. Aquí estamos los que queremos salvar el mundo. Pobres ignorantes muy pequeños adquiriendo unos conocimientos muy obvios y complejos. En un centro de Derechos Humanos calificado como uno de los mejores del mundo. No sabéis como se me cae la baba. Como disfruto, como me emociono, como leo y releo cada cosa, como pierdo dioptrías día tras día frente al ordenador.

La gente del máster igual saben unas 300 mil veces más que yo, igual tienen unos curriculums que yo no doy crédito teniendo solo dos o tres años más que yo. Venimos de todos los rincones del mundo y el choque cultural y el aprendizaje se multiplica de manera exponencial. A veces me abruma lo maravillosa que es la gente. Por fín estoy con gente que piensa y se dirige a lo mismo que yo. Y lo mejor, que saben como caminar y me ayudan, y nos guiamos, y nos aportamos y nos retroalimentamos a unos niveles que jamás había imaginado.

Mi única pena es que quién más me ha adorado siempre no está participando de este sueño. Sé que me queréis allí, pero estoy viviendo. Estoy sintiendo. Todo es temporal, y os compensaré con todo el amor que os guardo cada día en cuanto aterrice. Este es el AÑO DE MI VIDA y el sentido que he encontrado aquí es el que durante dos años apenas atisbaba.

Os quiero.


Mamá y papá, millones de gracias elevados a su máxima potencia.

viernes, 2 de enero de 2015

Retratos argentinos: tercera parte: Luisa o el paraíso de las Yungas

Las Yungas es el nombre con el que se conoce a las selvas de altura. Partí rumbo a esos nuevos aires sin saber de su existencia pero cuando los descubrí entendí que aquel era mi lugar. Fueron dos días de árboles luchando por rozar las nubes, de ríos apostando a que te caerías en ellos y del silencio más atronador. Caminar era retar a tus rodillas a no romperse, a tus rozaduras a aguantar a la verita de las ampollas. Todo por llegar a una casita en medio de otro paraíso. Un paraíso de naranjas, ovejas, lianas y unos cuantos macutos. Era tan irreal que lo último en lo que pensabas era en volver.


Pero allí estábamos. Vacunando a todo un rebaño, desnudos en ríos andinos en pleno soleado invierno andino y haciendo que Pocahontas y Tarzán no fueran nadie. Recuerdo la noche. Recuerdo tirarme con un aislante y una buena compañía a ver estrellas del otro hemisferio con la banda sonora que tocaba aquella noche, sonata de monos, aves y lianas. Recuerdo que la tranquilidad era lo único que nos quedaba por hacer. Y la teníamos, teníamos toda la que ahora nos falta en este lado del continente. Recuerdo hablar sobre todo y sobre nada. Sobre futuros lejanos planes que ahora son el presente. Aquellas estrellas eran distintas, nos hacían distintos. 


Pero distinta era la dueña de aquel paraíso, Luisa. Luisa tiene una vida en una ciudad de algún lado de Argentina, con marido, hijos y nietos. Pero sigue cruzando esos ríos y adentrándose en las Yugas porque le gusta. Hablé con ella como pude e intenté aprender de ella. Pero no me dijo nada sorprendente. Excepto que no quería irse de allí. Que ella con su cocina de fuego destroza-ojos, sus ovejitas, gallinas, maíces y tortas era feliz. Y al principio dudé, al igual que sus hijos, que insisten en que sus más de 60 años pesaban para era solitaria vida. Luego la envidié. Envidié tener tiempo para sentarse a mirar árboles de helecho, para cocinar lo más sencillo del mundo y hacerlo delicioso. Envidié ser parte de los Andes. O de cualquier otro monte en cualquier otro lugar. Luisa tenía y tiene un terreno, un rebaño, unas gallinas y una casa de madera en pleno paraíso, primera línea de monos y felinos. Luisa tiene mi sueño, y pertenece a la clase más modesta de la sociedad argentina. Luisa pertenece a la clase privilegiada y que les jodan a los ricos occidentales.

Me volví con la sensación de que aquellos tres días se me habían ido, que aquella noche no volvería, pero con la certeza de querer llevar mi propia Yunga en mi corazón. Querer amar cada árbol milenario, cada hoja de tamaño insospechado, cada piedra de los angostos caminos que dejábamos atrás, cada segundo de aquella banda sonora, cada gota de agua pura y fría, siempre fría. Cada pedacito de tranquilidad respetuosa con la Madre Tierra. 
Me volví entendiendo que somos la naturaleza, no la civilización.



Gracias dueño de aquel aislante, gracias por esas estrellas.