Relatos de lo excepcionalmente cotidiano

¿Y si tuviéramos marcos de interpretación de la realidad distintos?

martes, 25 de noviembre de 2014

Retratos argentinos: segunda parte: Hermanos

Los distintos colores completamente bizarros de aquél valle fascinaban. Conformaban un lugar en el que se fundían la paz y el sosiego. Miraras hacía dónde miraras todo parecía una foto. Casi irreal. La felicidad la constituían la soledad, las estrellas, un arroyo de aguas gélidas y el silencio. Resultaba sencillo pensar que allí podía generarse cualquier magia.

Y en medio de todo aquello una casa. Casa de adobe y paja, un fuego por cocina y una sala por comedor, salón y habitación. Y dos hermanos de 80 años. Dos hermanos con una curva en la espalda que les inclinaba directamente bajo el sol. La curva del trabajo en el campo, de la vida gastada. Dos hombres que reflejaban la fuerza y la majestuosidad de aquél lugar y la sencillez y simpleza de la vida sin aditivos, sin caprichos.

Costaba creer que dos personas de aquella edad subieran y bajaran los Andes con la soltura de los cóndores. Algunos luchábamos por no caernos del tejado mientras lo reparáramos. Ellos caminaban entre el techo y el cielo sin mirar, dando instrucciones sobre cómo poner el adobe, la paja, el agua. Coqueaban, trabajaban y vivían sin que ninguna de las tres cosas fuera más importante que la siguiente.

Día sin tregua, de trabajo duro, como sus pieles. Pieles curtidas por el sol, el frío, por la Madre Tierra. Pero días de serenidad. Amor, respeto y veneración. Amor por una vida sencilla, respeto a la tierra que les alimenta y veneración a las costumbres que les rigen.

Me resultaba imposible entenderles. Aquellas bolas de coca en la boca día y noche hacían ininteligible cualquier orden. Sus bocas negras de coquear reflejaban un largo recorrido por las tradiciones argentinas. Pero aún así les entendí. Entendí que yo podría vivir así. Que quería vivir así. Entendí que me estaban dando una poderosa lección. Lecciones lejos de rascacielos, de educaciones institucionalizadas. Lejos de coches, con mis pies por motor y mi realización por bandera.  Me costó mucho recorrer aquellos caminos. Pero el Valle del Hornocal me ofreció un momento que jamás olvidaré en el que creí morir de amor. De amor por la vida.


Aquellos hermanos eran vida. Eran sacrificio por y para sí mismos. Aquellos hermanos me transportaban más cerca que nunca de mi casa. De mi propio abuelo. No había día que no pensara en él. Y de pronto admiré lo que nunca había visto. Vi disfrutar un mate, sentir el frío, luchar el fuego, experimentar la cocina humilde. Conocí y viví todo lo que mi abuelo me había contado con detalle durante 22 años.


Entendí que pertenecemos a la tierra y ser parte de ella  mi modo de comprender la vida. 


lunes, 17 de noviembre de 2014

Retratos argentinos. Parte primera: Regina

Regina tenía en sus ojos furia dominada, o lo que es lo mismo sumisión. Sumisión a una madre que le negó estudios, a un marido impuesto, a unos hijos que la vida le hizo creer que debía tener, a una religión que justificaba que le eligieran el marido, la vida, las costumbres, la educación y el modo de ser.

Nació en Valle Kronaqui, Alto Andino, Argentina. Mujer de familia evangélica que quería estudiar. Pero con 16 años fue llevada a una reunión religiosa interpueblos y la casaron con un desconocido que a día de hoy se ha acostado con ella y con alguna más. En Valle Kronaqui es difícil saber si los hijos son de un padre u otro. Se trata de uno de tantos y habituales matrimonios forzados dónde las costumbres no aprueban el divorcio (eso sólo es para quienes se van a la ciudad). Familias con roles claros: el hombre el trabajo, la mujer la casa. La mujer los animales. La mujer el huerto. La mujer los hijos. La mujer para el marido. Porque lo suyo no es un trabajo.

Pese a ello Regina es de las pocas mujeres de Valle Kronaqui que tienen un “trabajo” aparte de ser ama de casa, de animales, de huerto, de hijos. Regina regenta la pensión dónde nos enseña a hacer tamales. Siempre que haya plata de por medio. La plata es la única preocupación de Regina. La plata para sus hijos y su nietecito. Para que puedan estudiar allá y rentar un piso en la ciudad. Pero eso sigue siendo mucha plata para el mundo rural.

Por suerte ella no debe angustiarse ante la posibilidad de ser retada por su marido. Nos cuesta entender que retar es habitual en el Valle, retar engloba lo que los occidentales llamamos chillar, insultar, pegar, golpear, herir, o en definitiva: violencia de género. Retar en el mundo rural argentino es algo silencioso, pero rutinario.

Regina quería ir a la ciudad, estudiar, elegir de quién enamorarse. Regina quería voz. Regina quería y quería y soñaba y quería. Pero no. Pero los derechos de las mujeres no se estilan en el medio rural. Se ruboriza ante la palabra preservativo, divorcio, aborto o derechos de las mujeres. Se ruborizaba sólo con contarnos su vida, le parecía algo de lo que avergonzarse, pero mucho más vergonzoso era soñar con algo distinto por ser mujer. Las mujeres no deben soñar.

Regina intentaba estar furiosa, pero la edad, los animales, el huerto, la posada, los hijos, el nieto y el marido someten la furia y la convierten en devoción y piedad. Hoy Regina confía en ese Dios que le impuso su vida, cree que debe hacer lo mejor por la familia. Y paga puntualmente su diezmo a su Iglesia, que por supuesto también limpian gratuitamente las mujeres.

Que las vidas lindas son para otras. Regina no ha tenido una vida linda y nos costó horas que lo dijera. Pero lo dijo, y nos rogó que la tuviéramos. Regina es una heroína desconocida más de este viaje. La mujer más bella que he conocido. Su furia es un motor inspirador.

Regina nos demostró que ya teníamos una vida linda y que no debíamos dejarla pasar. Lo que nunca supo fue que nos envenenó con esa furia que ni siquiera sabe que tiene y nos infundió la necesidad de querer defender una vida linda para todas las mujeres.