De todas las hostias que me he
dado en esta vida la que más dolió fue la que no me perdoné. Fue aquella hostia
que me di para recordarme que era idiota. Y a eso se le llama condicionamiento.
Lo peor es que por si no fuera suficiente, no sólo nos condicionan en el
colegio, en la tele, en la amistad, en el amor; lo peor es que nos
condicionamos a nosotros mismos. ¿Acaso queremos autodestruirnos? Yo hace
tiempo que decidí que el castigo no podía superar al daño. Que autodestruirse era de cobardes que no saben pedir perdón. Que no merecía tal
castigo teniendo toda la vida a mis pies. Que basta con recordarlo y no repetirlo. Que el daño que hice servirá para que no vuelva a hacerlo a ningún otro ser humano y que sólo se avanza si se lucha. Sólo se gana si te reconoces humildemente en el espejo.
De todos los idiotas que conozco creo que el premio se lo merece el que no se
perdona el error. El fallo. La juventud. La lagrima que provocamos. El daño
causado. Pero ya está bien de castigarnos. Ya me cansé. Suficiente es tener los
millones de etiquetas que me ponéis los demás. La cagué, tengo mal humor, el
culo gordo y no como lechuga. Pues sí, pues vale. Pues un dedo para cada uno de
los que creéis que me ofendéis. Para ofenderme sólo me necesito a mí. Y además
decidí que no soy partidaria de los castigos.
El aprendizaje es vivir, es
madurar y es cambiar. Cambiar elimina el error. Encontré la manera de cambiar.
Encontré como quería vivir, no cómo quería que me condicionaran. Encontré que
el futuro valía más que el pasado y que si rompía con el castigo, rompía con la
tristeza.