Marruecos posee el ritmo de los colores desgastados. Calles maltratadas por hombres cuyas mujeres son invisibles o simples sombras. Basura allá dónde no choca la majestuosidad de reyes escandalosos. Signos de una vida que late ajena a todo aquél occidental que pretende descifrarla.
Las mezquitas crean la banda
sonora que quieras o no te atrapa estés donde estés. Letras árabes que vuelven
a demostrarte que no eres parte de ellos. El francés es una simple herramienta
de ayuda, pero no una vía a la comunicación. Contadas personas no miran con
recelo, contadas personas te hablan de la vida marroquí.
Seguimos ritmos frenéticos en
cada etapa, comprar billetes, dónde cenar, qué visitar. Los mapas requieren de
la ingeniería más sofisticada para no perderse entre medinas nuevas, viejas,
árabes. Negociar es imposible, ellos siempre ganan. Al lado de las ruinas más hermosas
y cuidadas, muestras de un poder vetusto, encontramos a quienes en lugar de
vender deberían estar recibiendo la educación más primaria. Contrastes tan
dolorosos como la realidad de la que de pronto no-formamos parte.
Viajar por el imperio marroquí es
tan agobiante como lento. Ciento cuarenta kilómetros en cuatro horas nos
permiten ver gorros de todas las religiones, ilegalidades de todos los códigos
y miradas de todas las profundidades. Ciento cuarenta kilómetros de
desesperación, cansancio, reflexiones meditadas muy deprisa que se cocinaron a
fuego muy lento en otro continente. Lo que imaginamos y lo que descubrimos, lo
que sentimos, no se parecía a lo que llevábamos en los macutos.
Las laberínticas y maltechadas
medinas encierran las mil y una maravillas que poco a poco nos transforman.
Calles estrechas, oscuras, fuentes a la puerta de cada medina, mosaicos
llenando de colores las esquinas y gente, gente y más gente. Gente con ritmo y
sin prisa. Los paisajes nunca se pintaron deprisa. Aunque con prisa nos moja
una y otra tormenta tropical. Una irónica rutina de lluvias torrenciales y
soles espléndidos que nos ha guiado en un viaje marcado por el respeto y el
desconocimiento.
Cuando el Atlántico africano nos
despide, acostado a la vera de un cementerio que mira a la Meca repleto de
antepasados, descubrimos que sí existen mujeres en este país. Que se enamoran y
demuestran su amor en la arenas de un Rabat dónde, si sobrevivir es complicado,
escapar de un pañuelo sobre sus cabezas es impensable incluso en la playa,
incluso en las fotos.
Un último atardecer extenúa
nuestras fuerzas. Marruecos no tiene prisa, su aeropuerto tampoco. Volvemos a
España con un ligero retraso y seis controles policiales. Dos horas más de
recuerdos árabes que le robamos a este recién pretendido moderno continente.
Pero se trata de una modernidad que odia a su pasado y su lucha por la
hegemonía marroquí produce los contrastes más insólitos y desoladores que
podamos sospechar.
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