Relatos de lo excepcionalmente cotidiano

¿Y si tuviéramos marcos de interpretación de la realidad distintos?

viernes, 2 de enero de 2015

Retratos argentinos: tercera parte: Luisa o el paraíso de las Yungas

Las Yungas es el nombre con el que se conoce a las selvas de altura. Partí rumbo a esos nuevos aires sin saber de su existencia pero cuando los descubrí entendí que aquel era mi lugar. Fueron dos días de árboles luchando por rozar las nubes, de ríos apostando a que te caerías en ellos y del silencio más atronador. Caminar era retar a tus rodillas a no romperse, a tus rozaduras a aguantar a la verita de las ampollas. Todo por llegar a una casita en medio de otro paraíso. Un paraíso de naranjas, ovejas, lianas y unos cuantos macutos. Era tan irreal que lo último en lo que pensabas era en volver.


Pero allí estábamos. Vacunando a todo un rebaño, desnudos en ríos andinos en pleno soleado invierno andino y haciendo que Pocahontas y Tarzán no fueran nadie. Recuerdo la noche. Recuerdo tirarme con un aislante y una buena compañía a ver estrellas del otro hemisferio con la banda sonora que tocaba aquella noche, sonata de monos, aves y lianas. Recuerdo que la tranquilidad era lo único que nos quedaba por hacer. Y la teníamos, teníamos toda la que ahora nos falta en este lado del continente. Recuerdo hablar sobre todo y sobre nada. Sobre futuros lejanos planes que ahora son el presente. Aquellas estrellas eran distintas, nos hacían distintos. 


Pero distinta era la dueña de aquel paraíso, Luisa. Luisa tiene una vida en una ciudad de algún lado de Argentina, con marido, hijos y nietos. Pero sigue cruzando esos ríos y adentrándose en las Yugas porque le gusta. Hablé con ella como pude e intenté aprender de ella. Pero no me dijo nada sorprendente. Excepto que no quería irse de allí. Que ella con su cocina de fuego destroza-ojos, sus ovejitas, gallinas, maíces y tortas era feliz. Y al principio dudé, al igual que sus hijos, que insisten en que sus más de 60 años pesaban para era solitaria vida. Luego la envidié. Envidié tener tiempo para sentarse a mirar árboles de helecho, para cocinar lo más sencillo del mundo y hacerlo delicioso. Envidié ser parte de los Andes. O de cualquier otro monte en cualquier otro lugar. Luisa tenía y tiene un terreno, un rebaño, unas gallinas y una casa de madera en pleno paraíso, primera línea de monos y felinos. Luisa tiene mi sueño, y pertenece a la clase más modesta de la sociedad argentina. Luisa pertenece a la clase privilegiada y que les jodan a los ricos occidentales.

Me volví con la sensación de que aquellos tres días se me habían ido, que aquella noche no volvería, pero con la certeza de querer llevar mi propia Yunga en mi corazón. Querer amar cada árbol milenario, cada hoja de tamaño insospechado, cada piedra de los angostos caminos que dejábamos atrás, cada segundo de aquella banda sonora, cada gota de agua pura y fría, siempre fría. Cada pedacito de tranquilidad respetuosa con la Madre Tierra. 
Me volví entendiendo que somos la naturaleza, no la civilización.



Gracias dueño de aquel aislante, gracias por esas estrellas.